El Jaime Saenz del entorno familiar - La Razón | Noticias de Bolivia y el Mundo

2021-12-29 07:15:49 By : Mr. Yuyun Zhang

miércoles 29 dic 2021 | Actualizado a 03:15

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El Jaime Saenz del entorno familiar

Por Juan Carlos Vásquez

El lado más íntimo del escritor, en esta entrevista que su sobrina Gisela Morales dio a Juan Carlos Vásquez

Allá por 2013, el escritor y periodista Juan Carlos Vásquez, completamente fascinado con la obra del escritor Jaime Saenz, a quien había descubierto 10 años antes, se entrevistó con Gisela Morales, sobrina del autor, además de responsable de su archivo y derechos de autor, para la revista Herederos del Kaos.

La entrevista, que ESCAPE reproduce parcialmente a continuación, ahonda sobre varios aspectos de la literatura de Saenz, pero también de su vida personal, de su entorno familiar, de quién fue él, más allá de esa imagen relacionada al alcoholismo que tanto se popularizó en Bolivia.

Gisela Morales Gonzales, además de su labor en el Archivo de Jaime Saenz, es comunicadora social y tiene una especialidad en Epistemologías del sur con CLACSO. Ejerció periodismo y actualmente elabora y desarrolla estrategias de comunicación y materiales impresos.

—¿Qué existía en La Paz para que Saenz llegara a este desborde de ideas plasmadas magistralmente en Imágenes Paceñas?

—La Paz es una ciudad que emerge de una hoyada, rodeada de montañas y laderas atiborradas de construcciones. Geográficamente, su naturaleza andina y sus 3.600 metros sobre el nivel del mar, de hecho, la caracterizan como única.

Imágenes Paceñas devela una ciudad oculta, haciendo visible su magia a través de determinados lugares y personajes que la tipifican. La presencia de un mundo aymara, en un proceso de transculturización con otros, definitivamente tiene que ver con el “ser y estar” del que nos habla en el libro, y a partir del cual se crea una identidad. Es más, La Paz no solo está presente en este libro, es un personaje casi permanente en el conjunto de su obra.

Sus calles son angostas, de subidas y bajadas, de recovecos y travesías sin salida. En el día pueden pasar las cuatro estaciones, de una tormenta pasas a un sol intenso o un viento huracanado, nunca se sabe. El tumulto de sus habitantes y su apropiación de las calles te puede asfixiar y con ello el ruido llegar a ensordecerte.

Después de treinta y cuatro años de la publicación de este libro, dedicado temáticamente a la ciudad, aunque las montañas permanecen abrazándola y todavía la ha bitan los locos, las tenderas, los lustrabotas y los soldadores, su transformación sigue constante y su magia no ha desaparecido.

Tal vez no es que la ciudad tiene algo por sí misma, sino cómo uno la mira y vive, dentro de una dinámica sociocultural que la construye y de-construye, recreándola permanentemente.

—¿Fueron el alcohol y la noche un camino de sabiduría y de conciencia más profunda que la realidad?

—Voy a responder desde una perspectiva sobre todo humana.

Cada uno encuentra sus caminos, es una elección. Evidentemente el consumo de alcohol puede ser un recurso que determine ciertas experiencias, desde corporales y mentales hasta sociales, y por tanto, consecuencias que desencadenan en una toma de conciencia de la realidad o más bien, en un alejamiento o huida de la misma.

Considero que el consumo de alcohol que experimentó Saenz condicionó su vida y la de su familia, desembocando en duras experiencias y como resultado en décadas de abstinencia, aunque con algunas obvias recaídas.

La vida de Saenz fue de constante búsqueda. Sin límites, más de los que le pusieron los encuentros con los extremos. Si tenía que escribir, escribía hasta el final. Y si tenía que beber, bebía hasta el fin. Vivió al filo, entre la tentación del alcohol y la dedicación total a su obra.

En La Noche describe precisamente el proceso doloroso del vínculo con el alcohol y evidentemente lo asocia con la noche. Nos lleva a los rincones más oscuros que puedes experimentar para concluir finalmente en que “el alcohol abre la puerta a la noche” y “es la luz para quien conoce sus profundidades. Es decir, para él fue un recurso para salir de la oscuridad.

En todo caso, yo me quedo con el aprendizaje que provocó una acción al respecto. Cuando bebía no escribía.

—Entre el periodismo y la cátedra, ¿cómo fue su etapa laboral?

—Saenz empezó a trabajar en reparticiones del Estado. Luego en periodismo, por diez años, como Jefe de la División de Prensa de la embajada norteamericana. También en algunas revistas y escribió para algunos números del periódico MASAS del Partido Obrero Revolucionario de línea trotskista. Según algunas versiones, además fue secretario de Prensa de la Central Obrera Boliviana.

Nunca habló mucho de esta faceta. Recuerdo que antes de morir y sabiendo mi futura elección por el periodismo, me decía que tendríamos una larga charla al respecto, la cual quedó pendiente porque nos ganó su partida.

De la cátedra, existen muchos testimonios, los de sus alumnos, por supuesto. En todo caso, fue por impulso de Arturo Orías que optó por dedicarse en tiempo parcial a la actividad académica, la cual le permitió seguir escribiendo además de tener un ingreso fijo para sobrevivir. Inicialmente dicta Literatura Boliviana de 1970 hasta 1971, cuando el golpe de Estado militar toma las universidades estatales. Tras la época de dictadura, en 1978 es invitado y se hace cargo del Taller de Literatura Creativa.

—Es bien sabido y quizás no tan divulgado que Saenz en etapas posteriores abandona la bebida, entiende necesitar un grado de lucidez superior y es allí que rompe con los estigmas pues para lo que muchos escritores fue un viaje sin retorno para él fue un estado de experimentación necesaria para dar evolución a su obra

—Si bien el consumo de alcohol fue su mayor debilidad, considero que el abandonarlo fue su mayor fortaleza. Tanta fuerza de voluntad solo provino de experiencias muy duras, de haber tocado fondo y haber generado consecuencias en su familia. La presión ejercida por su madre, la tía y sus hermanas, tuvo cierta incidencia.

Como el hecho se convirtió en un asunto familiar, hasta llegar a la complicidad, los procesos de abstención implicaron la necesaria participación de su entorno. Le afectaba mucho ver cómo sufría su madre al respecto y si bien para él beber significaba internarse en el camino del conocimiento, para su familia implicó vivir en incertidumbre permanente, acondicionar sus vidas a su hábito y arbitrariedad, cuestión que no podía ser sostenible permanentemente.

Si bien esta presión lo alejaba de la familia, en el fondo fue la fuerza que lo impulsó y favoreció para seguir escribiendo. Es interesante cómo él ejerce una especie de represalia contra ellas al no tomarlas en cuenta en la presentación de sus libros, por ejemplo, más enojado porque impidieran que beba que por favorecer, en cierta medida, a que continúe escribiendo.

Existe otro componente, sus obsesiones. Saenz definitivamente tenía la fijación de terminar “la obra”, el conjunto de sus libros. Terminaba uno y comenzaba otro.

O los escribía paralelamente. La cosa es que siempre había uno pendiente que le impedía volver a un hábito que podía evitar el logro de su producción literaria. Se retaba a sí mismo permanentemente. Tomaba té todo el tiempo, chupaba pastillas de menta y anís, inclusive viendo beber a sus amigos.

Podían pasar años, décadas y no cedía a la tentación. Tampoco hablaba mal del alcohol y sus consecuencias. Todo lo contrario, escribir lo obligaba a dejarlo y a relatar sobre sus experiencias con “él”.

Me atrevería a decir que, si La Paz fue un personaje en sus obras, el alcohol o más bien su relación con éste era una especie de fantasma vivo que rondó permanentemente por su obra.

Al buscar la lucidez necesaria, dejando su consumo, escribió de forma casi continua durante los últimos veinte años de su vida y produjo más de quince libros.

—Y sobre los Talleres Krupp…

—Sus espacios y sus cosas. Cada uno para un fin y cada cosa en su lugar.

Los Talleres Krupp eran parte de la casa. Siempre organizada en el espacio común por una parte y en su espacio, por otra. Su espacio era su habitación, donde trabajaba y estaban los escritorios y biblioteca. Y los Talleres Krupp, con la mesa sexagonal para jugar generala (partida de dados), donde se escuchaba la música, estaba su colección de discos y su taller de relojería. Los relojes se destacaban en toda la casa, pero en los talleres guardaba algunos especiales. Colgados en las paredes algunos mapas mundiales. El de la esfera lunar lo tenía en el dormitorio cerca de su autorretrato en tiza. 

En este espacio seguro vivió su experiencia más social, sobre todo con sus amigos y alumnos de universidad, ya que las clases, desde que se dieron en su casa, fueron en los Talleres Krupp. Hasta cartel de entrada tenía.

En la última casa que habitó, “La Casa del Poeta”, propiedad de la Alcaldía Municipal de La Paz, el cuarto destinado a los talleres tenía dos ventanas, una con vista cercana hacia una antigua vivienda suya y la lateral, hacia la morgue y el contiguo Hospital del Tórax, que lo acogió en su última recaída.

Aunque siempre cubiertas con cartulina negra, alguna vez, escuchando música a todo volumen y cuando el insomnio sobrepasó su costumbre de dormir en el día, las abría, pese al efecto que la luz causaba en su vista. Desde su silla mecedora perdía la mirada en esas viejas construcciones y donde la morgue había permanecido para siempre.

Si el ochenta por ciento de su vida pasaba en su habitación, el resto lo vivió en los Talleres Krupp, con la marca del tiempo de sus relojes, su música todo volumen y sus dados sobre la mesa.

—¿Alguna anécdota en su vida que por su particularidad recuerdes más que otra?

—Para quienes compartimos con él quedan marcados momentos únicos como salir a caminar siempre en línea recta, hasta que algo te detenga y te pares a contemplarlo largas horas. Típico en las salidas al Valle de las Ánimas y Llojeta.

Las sesiones con el telescopio eran tan mágicas. Ver los planetas, escuchar sus relatos. Estabas en otra dimensión.

Jamás olvidaremos sus terroríficos gritos. Podía retumbar toda la casa llamando a la tía Esther o pidiéndonos que cerremos las puertas de sus cuartos para que no entre la luz.

Y por qué no recordar su imponente risa y carcajadas que muchas veces llegaban a un tono irónico y sarcástico.

Su tratamiento con el cigarrillo también fue particular. Fumaba los sin filtro y siempre los partía en dos antes de encenderlos. Otras visitas para contar son en las que encendía quinqués y lámparas de alcohol para iluminar la casa y contarnos historias de La Paz y sus personajes, en un clima de penumbra más cercano al misterio que a lo tenebroso.

Y así cada persona que pasó por su vida te puede contar infinidad de anécdotas, costumbres y manías, a veces aprendidas, otras descansando en el recuerdo.

—1986, los últimos días. La conclusión de una obra.

—Su partida significa una de las experiencias más difíciles y por cierto de mayor aprendizaje en mi vida y en la de la familia.

La que junto con su obra me inspira un gran sentido de respeto y cercanía.

Su retorno final al alcohol, el que lo llevó al encuentro definitivo con la muerte fue el inicio de la partida, al cabo de 1985. La tía ocultó unas semanas la gravedad del asunto, pero fue inevitable que sus hermanas lo percibieran. Lo recuerdo muy bien, me gradué como bachiller y la tensión comenzó en Navidad, cuando ya se sospechaba la situación.

Dentro del cuarto de la tía había un vestidor o un pequeño depósito, el cual se fue llenando de las cajas de whisky, hasta llegar al techo. Como nunca antes, mi hermana menor y yo, ya adolescentes, nos habíamos hecho compañeras de Saenz, de la tía y del momento. Debíamos ayudar a sobrellevar lo que mi madre y su hermana habían vivido otras veces. Además de aprender a morir.

La tía ya había pasado los ochenta, la carga era dura y teníamos que cuidarla. Un año antes estuvo al borde de la muerte y debía cumplir el deseo de su sobrino, morirse después de él. Fue como un proceso planificado. Todavía pedía su tabla para escribir en la cama y nos hizo sus últimos dibujos y calaveras. Esta vez a todo color con marcadores permanentes. Nuestros sobres de regalo de Navidad fueron la confesión. A fin de año, el regalo era un sobre con algo de dinero. Esta vez los dibujos y la letra lo decían todo. Había vuelto a beber…

Ni las reflexiones, ni la memoria de su madre, tampoco el sufrimiento de la tía Esther lo movilizarían para considerar dejar de beber.

Agotamos lo imposible hasta la irremediable internación, primero en el Seguro Universitario. Luego en el Hospital del Tórax, a pocos pasos de la Casa del Poeta. En esos momentos íntimos, solo debíamos estar los más cercanos. Como él decía, era cuestión de pudor. Junto con nosotros recuerdo la incondicional presencia del doctor Cayo Alfredo Rivera, su médico de cabecera, y Arturo Orías, quien lo vivió tan profundamente como la familia.

Una vez recuperado y teniendo que permanecer hospitalizado por orden médica, solicitamos el alta firmado, haciéndonos cargo de las consecuencias. Tanto él como nosotros sabíamos que ese proceso no podía vivirse en un hospital y menos sin una copa y un cigarrillo en la mano, los cuales por supuesto estaban prohibidos.

Desde su regreso, duraría exactamente un mes, en el que por turno vivimos el desprendimiento lento de cada una de sus épocas, de cada uno de sus objetos y de su entrañable relación con la tía Esther.

El doctor Cayo, como lo llamábamos nosotros, anotaba a diario, la evolución del caso y nos decía que tal vez de esa noche no pasaría. Y así durante treinta días cada que llegaba la noche y después de largos días esperábamos que sucediera y no llegaba.

En realidad, él estaba viviendo su propio proceso, en la oscuridad de su cuarto, frente a sus libros y con quien lo había protegido los últimos treinta años de su vida, la tía Esther.

Mientras tanto tuvo alguna visita, una lectura de poemas, unas supuestas últimas palabras. Se cuentan varias versiones.

La nuestra, es que después de ese recorrido, entre personajes y cuentos, los que él nos contó en la niñez y se los hizo contar de vuelta, el día 15 de agosto de 1986 nos pidió que entráramos uno a uno, se despidió y pidió permanecer solo. Ya hacían varias semanas que a cuenta de “pisco” bebía unos pequeños tragos de agua y ni siquiera percibía la diferencia.

Hizo sus últimos garabatos en la tabla para escribir, cerró los ojos y comenzó a recorrer la distancia que tanto había esperado, desde las 9.45 del día siguiente.

—Hoy en día, de qué forma se puede entender o calibrar la aportación que ha hecho Jaime Saenz a la literatura.

—La obra de Saenz te remueve profundidades. Su dominio de la palabra, su forma poética y universalidad de lenguaje, abrió fronteras temáticas, expresivas y hasta geográficas.

Sus temas son fundamentalmente humanos y su tratamiento nos lleva a reflexiones existenciales, por lo que trascienden al tiempo. Siempre nos preguntaremos sobre la vida, la muerte y el amor y desamor, por supuesto.

Encontrarte con quien te abre la puerta a dimensiones del ser en las que preferimos no pensar y cuya narrativa y poesía te llevan hasta tocar el fondo, solo y exclusivamente a partir de su talento literario, es un privilegio para quienes lo permitimos.

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Una larga tradición vitivinícola en el Valle de Cinti precede a la Fiesta de la Tradición, que se celebrará el 2 y 3 de enero

Sistema chañar en viña, en el Jardín Oculto

La Paz / 27 de diciembre de 2021 / 09:13

Hace algunos días, la Cancillería boliviana, a través de declaraciones del Viceministro de Comercio Exterior e Integración, Benjamín Blanco, anunciaba que se han formalizado los pasos requeridos para una posible exportación de vinos y singanis a la Unión Europea. Este impulso a la exportación de bodegas nacionales genera una gran curiosidad generalizada por conocer los vinos y singanis que se producen en nuestro país. Con este aliciente, el municipio de Camargo —ubicado en el departamento de Chuquisaca, a 309 km de Sucre y a 162 km de Tarija— celebra la Fiesta de la Tradición, que se llevará a cabo el 2 y 3 de enero, para poder conocer y experimentar la generosidad y tranquilidad del paisaje del Valle de Cinti y su producción vitivinícola. Este festival vitivinícola invita a los visitantes a algunas de las bodegas de la parte norte del valle.

Desde muy temprano en la época colonial, los asentamientos humanos de la zona de frontera del Valle de Cinti establecieron modos de producción ligados en una primera instancia a la ganadería, pero rápidamente consolidando esas fronteras hacia un territorio de naturaleza vitivinícola. Dice Erick Langer, en su libro Economic Change and Rural Resistance in Southern Bolivia (1989): “Cinti, una provincia de angostos y fértiles valles, sin centro urbano importante, fue poblada mayormente por descendientes de indígenas de tierras altas, españoles, chiriguanos y esclavos africanos. Cultivaban uvas, frutas, caña de azúcar que se procesaban en vinos y licores para exportación a los centros mineros del departamento adyacente de Potosí”.

Cinti, a pesar de tener cinco pisos ecológicos, se especializó muy tempranamente en la parte del valle para proveer vinos y singanis a Potosí como un mercado regional cautivo, con vides introducidas por los jesuitas. Esta temprana inserción comercial al sistema de la economía colonial potosina se mantuvo estable hasta el declive de la plata a finales de siglo XVIII.

Sin embargo, incluso con una crisis generalizada durante la independencia, los cinteños continuaron este modo de producción, principalmente por dos razones. La primera es que la mayoría de las haciendas eran propiedad de sucrenses que las seguían manteniendo porque eran una base colindante para acceder a créditos en Sucre y, ergo, continuaban las inversiones mineras a través del sustento del agro. La segunda es que, entrado ya el siglo XX, la región fue de las primeras en establecer una modernización del régimen laboral, particularmente con las acciones de Simón I. Patiño y la fundación de la primera agroempresa de Bolivia, la Sociedad Agrícola, Ganadera e Industrial de Cinti (SAGIC), en la viña de San Pedro Mártir, que también se podrá visitar durante el festival. A comienzos del siglo XX se modernizaron varios métodos de producción en esta hacienda (como el régimen de trabajo, por ejemplo), provocando cambios profundos en la fábrica social del valle, pero no en su naturaleza vitivinícola.

Los vinos y singanis que se transportaban en botijas de piel de cabra eran principalmente de aquellas uvas que todavía hoy se cultivan intensivamente en este valle: la moscatel de Alejandría, la negra criolla o misionera y la más recientemente creada in situ, la vischoqueña. Durante los días de la Fiesta de la Tradición se podrán degustar en las bodegas de ISUMA en San Remo, la Casona de Molina, que también comercializa cepas mendocinas de cabernet y malbec, y en San Pedro, que es hasta el día de hoy la hacienda productora de singani más importante de todo el valle.

Para el siglo XX también cambiaron los patrones de tenencia de tierra, como lo ha demostrado Langer, haciendo que sobre todo al sur de este valle, en las regiones de Villa Abecia y Carreras, predominaran las pequeñas propiedades. Esta composición es la que hoy se entiende en el valle, la de grandes haciendas y pequeñas propiedades, donde se utilizan todavía métodos de reciprocidad laboral andinos.

Si bien estas son algunas características históricas de la producción de la región, haciendo hincapié en la producción de vino, los cinteños también cuidaban y cuidan los árboles frutales de su territorio, puesto que comprenden las características que benefician el cultivo de la vid. Por un lado, la alimentan desde las raíces y, por tanto, le otorgan variantes de sabor, pero además los cinteños usan estos árboles dentro de las viñas para sostener las vides.

Estos rasgos particulares de la región la hacen única cuando se compara con otras regiones vitivinícolas de Sudamérica, porque el Valle de Cinti se caracteriza por mantener aspectos productivos y relaciones sociales coloniales y modernas que enaltecen la singularidad de su producción, además que son parte importante de la sostenibilidad de la región.

El llamado sistema mollar, que hace que la vid crezca sobre el apoyo del árbol de molle, produce una vid condimentada que, a la vez, es protegida de los vientos y las lluvias por el propio árbol, como comentó quien en vida fue don Tomás Daroca, experto viticultor de Villa Abecia. El sistema chañar, por su parte, remarca ciertas características de la vid, a la vez que promueve un ecosistema natural.

La denominación de origen del Valle del Cinti, a la cual los productores pueden acceder a través del Servicio Nacional de Propiedad Intelectual, se apoya sobre este método particular de producción que no se ha reproducido en otros territorios. Por último, el sistema mollar mantiene controladas las plagas sobre las frutas. Los beneficios de continuar con este sistema particular de producción enaltecen a las bodegas del Valle de Cinti y promueven una producción de vinos naturales que tanto se valoran en mercados internacionales hoy.

Además de apoyar la producción vitivinícola del Valle de Cinti, los visitantes a la Fiesta de la Tradición podrán degustar de la cocina local. Cabe mencionar aquí la buena mano en la cocina de Rosita Álvarez Gutiérrez del Gilgal Hostería. Visitar el Valle del Cinti en cualquier época del año es un placer; hacerlo durante los días de la Fiesta de la Tradición es una oportunidad para conocer y apoyar una producción nacional con alto valor agregado por la relación histórica de su gente con su territorio.

Al final, la historia de Cinti es una de cuidado a la calidad de su agua y de sus ríos, al mineral en la tierra roja y a la radiación que golpea a este cañón colorado.

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Magela Baudoin, premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2015, llegó a La Paz de vacación y presentó en Sopocachi su más reciente libro de cuentos: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

La Paz / 27 de diciembre de 2021 / 09:05

Magela cree que hay dos tipos de narradores: Ulises y Edipo. Ulises navegó el mundo y luego lo contó, lo explicó y lo volvió a contar. Edipo se quedó en su casa y jugó a ser investigador/detective, descifró signos y misterios. Baudoin escribe, a veces, a partir de una idea, al estilo de Edipo, abordando la mirada rota sobre una piedra inmóvil. De Edipo aprendió a verse como una narradora pensando la escritura como testimonio de un concepto. Pero, a veces, Magela narra como la periodista que lleva adentro y vuelve al camino de Ulises.

Habla con varios acentos cruzados: a ratos parece colombiana, a ratos venezolana y casi siempre se fugan modismos paceños o cruceños. Lleva un año y estará otro en Estados Unidos en la Universidad de Oregon con una beca de investigación (su proyecto se llama Poesía y canto popular en la obra de Matilde Casazola y Violeta Parra: el viaje a la semilla). Su obsesión es la voz. “La voz es una piel, es un mapa que traduce cicatrices, dolor y placer, la voz te da un lugar en el mundo”.

Sus (nuevos) cuentos viajan de La Paz a la Argentina, de Colombia a Tailandia y el más allá. En uno de ellos, dos chicos leen y una madre fornica, no hace el amor, fornica. Los chicos calcan historietas del gran Milo Manara, el maestro indiscutible del cómic erótico, y las venden en el colegio. Es un “shock” de placer. Vendrá el azote y tendrá tus ojos. En otro relato (Mujer fumando en la playa), un hombre lleva flores a una mujer y es perdonado, ella también es perdonada. Es una historia de tango, otra vez.

Gabriel Mamani Magne, escritor, presenta en la librería de Plural editores, en Sopocachi, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de Magela Baudoin. Habla del ombliguismo casi inevitable de cierta literatura actual, de esa “ola del yo” que todo lo inunda, de este mundo ahogado en “selfis” y palabras hipócritas.

Dice GMM que el hilo/ligamento que une a todos los libros de Baudoin es la pluralidad, la diversidad en los lenguajes, en las geografías, en los narradores, en el estilo. Luego —leyendo el texto sin título que ha preparado para la presentación— cita a la propia Magela en la nota final de su última obra: “Todos los cuentos de este libro tienen cicatrices de otras lecturas”. Y luego improvisa ese título que falta: “Si habría que titular mi nota sería éste: Vendrá Magela y te abrirá los ojos”, a lo Cesare Pavese. El medio centenar de personas que llenan la librería aplaude. Magela sonríe. Tiene una sonrisa fotogénica. Baudoin no se da cuenta de lo que escribe. Cuando la gente lee sus textos y habla de ellos, se siente vulnerable, desnuda. Y cuando siente eso, sonríe, casi cerrando los ojos.

Magela cree que la escritura es lectura por partida doble, que nace de ella y vuelve a ella en justa y humilde retribución. Gusta y presume de re/lecturas y re/escrituras. Los que te leen, los que lees; la escritura es muchedumbre, es contaminación colectiva. Es Scherezade, como ballena de voces y de tinta. Por eso, Magela nunca escribirá sola.

Mónica Velásquez, poeta, dice —en la misma presentación— que a nadie le gusta su voz. Tiene razón. Cuando oímos la propia, es la peor del mundo. No sabemos si a Magela le pasa lo mismo. Mónica cree que la literatura de Baudoin siempre ha estado atenta a la voz, a la sonoridad, a la manera de hablar de los personajes, a la forma de respirar. Y entonces pregunta: ¿qué le pedimos a los cuerpos?

Magela confiesa que roba, es un vicio para ella. Es una ladrona, como Marnie en aquella maravillosa película de sir Alfred Hitchcock. Se sienta en un café y espía conversaciones ajenas. Para uno de sus últimos cuentos, Ajayu, viajó a Tiraque (Valle Alto de Cochabamba) y trató de capturar la voz quechua, se abismó de oído. Lo hizo sentada en el mercado, en la plaza, con su amiga. Lo hizo también escuchando canciones de Luzmila Carpio, durmiendo/soñando con su Phatitan, Phatitan. Cuando intentó transcribir esas voces, no funcionó. Se dio cuenta de que tenía que crear una sintaxis propia; es decir, desvalijar el mundo y armarlo de nuevo.

“Confieso que en todos estos textos hay un hurto, un navajazo con el que la realidad concreta queda abierta, sangrante y expandida hacia su interior. Tal vez eso sea un cuento: la memoria de un corte que nos anima a recordar el dolor de lo no vivido”, dice Baudoin en la nota final de su último libro. “Escribir es robar vida a la muerte”, dijo un gallego.

La Bolivia de Magela es un país de espectros. Una patria inventada a partir de las añoranzas de sus padres en el exilio venezolano. “He querido aprehender a Bolivia, para mí es un país de oídas”. Otra vez, las voces. Entonces, Mónica recuerda aquellas palabras de Blanca Wiethüchter: “Decidí ser de este país”.

De su padre, en el exilio de su niñez, Magela aprendió a narrar jugando. Y de ese “ludus” inicial llegó el otro, el juego con el lector. Cuando la escritora omite contar, pone a trabajar al lector, a la lectora para llenar los espacios. De la familia aprendió que es un territorio de fricción natural. “La familia es el primer escenario de poder, no hay fuga, es un campo inflamable por naturaleza, sumamente productivo para explorar y narrar al estar cruzados los afectos, los matices y las memorias, es la tensión dramática por excelencia”.

Baudoin se siente más a gusto respondiendo por escrito a las preguntas del periodista/colega y pide un cuestionario. Cuando habla ante el público siente que miente. Pide que no la crean. Y sonríe otra vez con los ojos casi cerrados. Va a pasar estos días paceños con la familia, firmará libros un lunes lluvioso en la librería El Pasillo, luego volará a Santa Cruz. Y llegará también a Copacabana, al Lago Sagrado. Su padre, Luis, es un marxista raro, necesita ver a la Virgen de tanto en tanto.

Estas cinco preguntas para Magela:

— En tu nuevo volumen de cuentos, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (nueve cuentos y una novela breve, Plural editores), te sales de tus inquietudes literarias habituales y abordas la memoria y la muerte, ¿cómo se cruzan ambas? El cuento Mujer fumando en la playa arranca con esta frase: “Estoy perdiendo la memoria”.

— Este libro se pregunta por la muerte o por el apego a la vida, desde los archivos de la memoria, que son la cantera principal de la imaginación. Y la memoria, como laboratorio creativo, está constituida tanto por la experiencia vivida como por la leída. ¿Cuántas veces podemos morir en un mismo día o en una vida?, se pregunta uno de los personajes del libro y es que la soberbia del antropoceno hace que veamos la muerte como algo lejano y aplazable, cuando en realidad está más cerca que nunca. Por otra parte, la sociedad en que vivimos es tan inequitativa, tan llena de injusticias, tan depredadora que hay cuerpos (humanos y animales) más dañables, más perecibles, más vulnerables. De esos cuerpos también hablan estos cuentos. Del absurdo existencial y, al mismo tiempo, de ese aferrarse a la vida, que a veces parece imposible.

— Hablando de memoria. Fuiste una hija del exilio, nacida en Caracas en los 70, ¿qué recuerdos tienes de aquellos años de infancia que tanto nos marcan a todos?

— Cuando migras eres el “otro” y ese lugar puede ser doloroso y hermoso al mismo tiempo. Por una parte, siempre está la idea del regreso, de la impermanencia y de lo que se ha perdido o dejado atrás. Y, por otra, la vida sucesiva, los amigos que se vuelven familia, el acento o la lengua que se cuela, la sorpresa de sentirte parte y haberte “acostumbrado”. Said decía que la del exilio es “una mente de invierno”, en la que los climas del verano, del otoño o de la primavera están cerca pero son inalcanzables. Pienso en esto y en que la promesa más repetida de mis padres era: “El año que viene volvemos a Bolivia”.

— Trabajaste como periodista durante años, ¿qué extrañas del oficio? ¿No te vienen ganas a veces de escribir una crónica o hacer una entrevista?

— La adrenalina de la redacción es algo que extrañé por mucho tiempo. El periodismo es emocionante no solo por la inminencia que lo define, sino porque es un descubrimiento permanente. Y ese descubrimiento —no siempre, pero sí algunas veces— ayuda a entender mejor las cosas y a cambiarlas. Por suerte, escribir una crónica o hacer una entrevista es algo que sigue siendo posible y a lo que puedo volver cada tanto.

— ¿Cuándo te diste cuenta de que la literatura le iba ganando poco a poco al periodismo? En tu libro La composición de la sal (ganadora del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2015) hay varios relatos sobre/de periodistas.

— Muchas de las historias que he escrito están gatilladas por un titular. Es un vicio para mí completar aquello que el periodismo no te permite, pues sus reglas son precisamente las de la neutralidad y la distancia. En La composición de la sal hay varios cuentos sobre periodistas, como dices. Uno de ellos describe la tensión entre ambos oficios. La cinta rojaes la historia del asesinato de una muchacha, en los extramuros de la ciudad. Una amiga muy querida, la poeta y periodista Paura Rodríguez, tenía que escribirla, pero estaba limitada por las calles ciegas de las fuentes, aunque ella intuía que la “verdad” estaba en otra parte. Ante su impotencia, se me ocurrió escribir esta otra historia, respondiendo las preguntas que el periodismo no permitía responder, imaginando y, por tanto, expandiendo la realidad. La ficción permite dar cabida a aquello que, en el orden del periodismo, puede ser sencillamente “innombrable”.

— Has escrito novela (El sonido de la H ganó el Premio Nacional de Novela, 2014), pero tus libros más conocidos son de relatos. Tus lecturas de poesía, además, alimentan tu obra narrativa. ¿Cómo te mueves en esas tres aguas?

— El cuento está más cerca de la poesía que de la novela o de otras formas literarias. Ambos —cuento y poesía— ocurren en la condensación o en la microscopía. Hay una cuestión paradójica que los define: navegan en un estrecho pedazo de agua —digamos en una bañera— como si se tratara de un mar. Por otra parte, está la desnaturalización del lenguaje. Hacer que ese parásito abstracto y gastado que es el lenguaje desaparezca y que, en el devenir de la escritura, vuelva a aparecer como una belleza extraña y perturbadora. Octavio Paz decía eso, ¿no?, que la creación poética se inicia como violencia sobre el lenguaje y que el primer acto poético consiste en el desarraigo de las palabras. Los poetas no solo están dislocando el lenguaje permanentemente, sino la mirada. Y eso también es propio del cuento. Me interesa navegar en ambas aguas.

PERFIL. Baudoin es una autora, periodista y editora nacida en Caracas (Venezuela) el 3 de enero de 1973. Publicó Mujeres de Costado(2010), El sonido de la H(2014) y La composición de la sal(2014). Este año ganó el Premio Anna Seghers (Alemania).

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Por Marisabel Villagómez / 27 de diciembre de 2021

Hace dos años no pasamos Navidad ni Año Nuevo en casa. No fue por un paseo o una vacación planificada

La Paz / 27 de diciembre de 2021 / 09:00

Algo ha pasado con el tiempo, parecen varios años y son solo dos.  Hace dos años no pasamos Navidad ni Año Nuevo en casa. No fue por un paseo o una vacación planificada. Salimos con mi esposa a los tropezones de Bolivia, las amenazas a mi persona y a mi familia se habían acrecentado, las llamadas anónimas hacían temblar, las amenazas de fachos motoqueros en Cochabamba se hacían palpables, había tocado en el cierre de campaña de Evo, volvíamos a La Paz buscando paz y era la misma cantaleta, el Papirri “masista”, carne de cañón del neofascismo citadino boliviano. Entonces decidí huir hacia adelante.

Con mi histórico sombrerito de cocalero —lo amo—, lentes de aumento, cortada de pelo estilo bebé,  fui a comprar a BOA de la avenida Simón López dos pasajes a Buenos Aires, lo vi al mayor de los hermanos Hermosa filando, atemorizado, igual que yo. Mis compas de la Universidad Jauretche nos darán una mano, algún familiar gaucho nos va ayudar, me decía en silencio. El 18 de noviembre de 2019  había presentado mi renuncia irrevocable a mi trabajo de gestión cultural en la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, con mi último sueldito de diciembre decidimos partir a la nada.

Con mi esposa ya teníamos un método en los aeropuertos tomados por militares y paramilitares. Ella entraba primero, hacía el cheking, desaparecía en las gradas hacia el avión, yo la observaba desde lejos irse, entonces recién iniciaba mi check in. Así, si me agarraban, ella quedaba libre. Aquel 22 de diciembre, ella ingresó a embarque internacional y cuando yo iniciaba la fila nacional se acercó un soldado, “tiene que acompañarme”, dijo firme… me temblaban las piernas. Con mi guitarrita en la espalda, una maleta mediana y mi mochila  amada, cruzamos el aeropuerto de la Llajta hacia un cuarto donde se encontraba un militar y varios soldados. “Soy el capitán Moreno”, dijo un rudo oficial, “muéstreme su pasaporte”. Le entregué el documento, miró al soldado de al lado, me miró rudamente. “Así que tú eres el Papirri… te habías llamado Manuel, ¿por qué te has rapado así, pues? ¿A qué vas a Buenos Aires?”. “A visitar a mi familia”, respiondí en tartamudeo. “Sí, pues, eres Chazarreta, ¿medio argentino, no? Mira, Papirri, mi coronel Carrazana me habló muy bien de ti, trabajaron en la embajada en Ecuador, ¿no ve? No entres a embarque internacional con tu guitarra, seguro estás en la lista. Llama a alguien que recoja tu guitarra de acá, este es mi celular. El soldado Tarqui te va acompañar. Antes de la salida internacional está un camarada mío con la lista de los que no pueden viajar, si estás ahí puedes ser detenido, hay un acto para Evo dentro de un mes en Buenos Aires. Si quieres salir, deja tu guitarra y que la recoja algún pariente. En realidad hago esto porque soy del Tigre”.

Se me movió el piso. “¿Me deja hacer una llamada?”, le dije. “Sí, pero solo una”, respondió serio. Entonces llamé a mi amigo el Rolito. “Hermano, por favor, recoge mi guitarra del aeropuerto, el capitán Moreno te la entregará, este es su celular”. Dejé mi guitarra, la Sevillana, con gran  angustia en el alma. Hice la primera fila, luego con Tarqui haciéndome seguimiento  entramos a la sala de preembarque internacional. Antes del chequeo de pasaportes en sala internacional, un militar con cara de guerra tikeaba una lista chequeando a cada pasajero, cuando faltaban unas seis personas para mi turno Tarqui hizo una llamada, apareció el capitán Moreno diciéndole al otro militar que se vaya a tomar un refresco. Se sentó en la silla de la lista, llegó mi turno, me miró… “paseee” dijo.

Con el corazón en los pómulos vi a mi esposa inquieta, vio la pista de aterrizaje, caminó de un lado al otro. Entonces pasé cerca de ella, ya estábamos juntos en preembarque internacional, iba a abrazarme, pero le besé la mano. Calladitos, asustados ingresamos al avión. En el avión me atreví a llamar a Moreno, no atendió, pero mandó un watsap: “ya llamó tu amigo, viva el Tigre Campeón”. Ese vuelo fue infinito. Cuando llegamos a Santa Cruz, llamé en desesperación al Rolito, ya estaba con la Sevillana en su auto.

Así fue como llegamos a Ezeiza, destruidos de nervios, con el miedo en la garganta. El compa de la Jauretche esperaba en su auto, recién en Lanús nos dimos un beso largo y tendido con Carolina. Se venía una Navidad lejos de casa. Se venía un Año Nuevo 2020 repleto de incertidumbre. La solidaridad de los hermanos argentinos llegó muy pronta. Nació una actuación casi familiar en Mar del Plata, en donde pasamos la Navidad. Llegó la actuación en el Festival Internacional de Cosquín y en febrero el concierto en el Teatro Vinilo de Palermo. Todo muuuy complicado, sin guitarra. Hoy, decido hacer público esto para agradecer en estas Navidades al capitán Moreno por ser un verdadero Tigre. Al dúo Coplanacu por la actuación en Cosquín y por prestarme una de sus guitarras. Agradezco a Alejandro Bejarano, compatriota también refugiado, que me prestó su guitarra para el concierto en el Teatro Vinilo. Agradezco al Rolito por su amistad a prueba de balas. Al arquitecto Bartolucci por el concierto y la Navidad  en Mar del Plata. Al Dr. Zubeldia por su apoyo y Año Nuevo en San Clemente. La familia en realidad está en esos hermanos y hermanas del alma, en esos ángeles del camino que nos dieron de comer de sus manos. Un brindis por ellos. ¡Felisamemuero! (“Feliz Año Nuevo”, en paceño).

(*) El Papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta

Este singular espacio está ubicado en Sopocachi y fue fundado por Diego Massi y Juan Pablo García en 2020

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Este texto en primera persona del escritor Rodrigo Urquiola documenta una experiencia real de la atención de una emergencia en La Paz

La Paz / 27 de diciembre de 2021 / 08:56

Soy madre de cuatro hijos. Ese domingo era el cumpleaños del segundo, Ariel, y mi mamá había preparado uno de sus platos favoritos, fricasé de pollo, para que tengamos un agradable almuerzo familiar. Descansé toda la mañana en cama después de haber trabajado la semana entera. A eso de las 13.15, entré a la ducha. Justo no había jaboncillo. Pasó sin que me diera cuenta de nada. En vez de pisar la goma, pisé el suelo resbaloso y me caí sobre mi lado izquierdo. Una simple imprudencia. Debí haberme duchado solo con el shampoo, pensé, después. Caí y todo mi peso fue a dar a mi brazo. Se fracturó. Escuché ese sonido ¡crac!, así: ¡Crac! Me vi. Estaba a un lado, deforme. Me empezó a doler. Creo que haberlo visto me provocó mucho más dolor. Grité lo más fuerte que pude. Todo había pasado en unos cuantos segundos.

Mi hijo mayor, Rodrigo, estaba cerca. Abrió la puerta del baño y fue quien primero me vio, ahí, en el piso. Grité más, no podía contenerme. Él se asustó y fue a buscar ayuda. De inmediato pensé en que debíamos ir rápido al doctor, a Emergencias. Recordé que lo que estaba haciendo era bañarme y le pedí a mi hija menor, Carla, que me ayudara a terminar. Sabía que me tocaría estar mucho tiempo en el hospital, ya tenía esa experiencia de cuando me operaron de la vesícula.

Así, adolorida, todavía tenía la esperanza de que mi brazo no estuviera fracturado, que le hubiera pasado algo sencillo de solucionar, cualquier cosa, o que, por lo menos, hubiera la posibilidad de no entrar a cirugía.

Vivimos tan lejos que, en ciertas circunstancias, es muy complicado llegar al centro de la ciudad. Se tarda demasiado. Mis hijos llamaron a mi exesposo, Jorge, que tiene una peta envejecida, por si estaba cerca. También fueron a golpear la puerta de la casa del vecino, que trabaja en el sindicato de minibuses, pero no había nadie ahí. Finalmente, Jorge consiguió que su cuñado, Juan, viniera desde Cota Cota en su automóvil.

El dolor era muy intenso, agudo. Te hace sentir débil, impotente. En ese momento pensaba en que nunca en la vida me había imaginado que yo misma podría hacerme un daño así. El dolor te mueve todo, te sacude. Disculpe si ahora estoy llorando al recordar estas cosas. El dolor es un quiebre. Uno no está acostumbrado a él. Es algo único. No te pasa cada día. No lo planificas. Nunca dices: Este año me voy a romper un hueso. Y de pronto, sucede. El miedo y el dolor se juntan. Es terrible.

Pensaba incluso en mi trabajo. Se acercaba una de las fechas de más movimiento. Desde el principio me dije que este mes estaba ya muerto, con resignación. ¿Cuánto tiempo durará?, me preguntaba, tengo que volver a trabajar. Las madres de familia somos así, tenemos que pensar en todo.

El dolor no es una aventura. La capacidad del pensamiento, creo yo, lo incrementa. En el transcurso del camino se hacía más grande. Por suerte el auto de Juan llegó rápido. El problema fue el trayecto. El camino estaba despejado, el domingo no es un día en el que haya trancaderas. A pesar de ese punto a favor, me pareció eterno. En cada pequeño bache que hacía saltar al vehículo mi brazo se movía y el dolor volvía a castigarme. En la vida cotidiana ves las avenidas asfaltadas y crees que están bien, pero en momentos como este te lastima que existan tantas imperfecciones o que los rompemuelles no estén bien pintados. Juan me veía sufrir y no sabía si debía ir más rápido o más lento. Rodrigo, que iba conmigo en el asiento trasero, cerraba los ojos cuando yo lo hacía, como si pudiera sentir un poquito del dolor que me sacudía todo.

Cuando llegas al hospital piensas que te van a atender rápido, que te van a ayudar, pero, en el fondo, sabes que no es así. Uno necesita consolarse de alguna forma. Llegamos al Materno Infantil, primero, fue una confusión. El miedo y el dolor no te dejan pensar con claridad y creí que debían atenderme allí. No sé por qué. Quizás porque antes llevé a que enyesaran a mi hija menor, cuando era bebé. Una enfermera nos vio antes de que entráramos a Emergencias de ese hospital y nos dijo que debíamos ir al Obrero. Por suerte ese hospital queda cerca. Volver a recorrer las calles en el auto, aunque fuera aquella pequeña distancia, volvió a provocarme mucho dolor.

Por fin llegamos adonde debíamos. Me dolía tanto el brazo que no podía pensar ya en las cosas más sencillas. Te preguntan por tus papeles, que tienes que hacerlos sellar e ir de acá para allá. No sé qué hubiera hecho si hubiese estado sola, sin mis hijos, sin nadie que me apoye y corretee por mí. Estaba asustada. Pensaba que para los demás el dolor que yo sentía era muy pequeño. Pero, por más minúsculo que sea, es nuestro dolor, de nadie más. Y me lo repetía: Es mi dolor y me duele a mí, es mi dolor y me duele a mí.

Sé que parecía calmada. Me esforcé bastante para no asustar más a mis hijos que todavía son niños y a mis tres nietos que, en casa, cuando me vieron con el brazo deformado por la fractura, se pusieron a llorar. Tuve las fuerzas suficientes para terminar de bañarme, lavarme los dientes e incluso alistar mis cosas con la ayuda de Carla y Pablo, mis hijos pequeños, mientras los mayores buscaban transporte. A medida que avanza el tiempo, el dolor se hace más intenso. Cuando llegas al hospital es el momento en el que acaba tu valentía, digamos, o ese dominio que has podido tener sobre tus emociones. Quieres ver a un doctor que se preocupe por ti, o a una enfermera, a alguien que te diga: Esto es así y tiene solución. Lo necesitas.

Sin embargo, en ese momento, todo está en suspenso. Ves que hay casos peores, pero, como te está pasando a ti, lo más importante es lo tuyo. Intenté distraerme ahí, en ese pasillo que es la sala de espera de Emergencias, leyendo ese letrero de valoración que, en otras palabras, te dice: Si usted está muriendo va a entrar más rápido. Como yo no tenía el hueso expuesto, tenía que esperar. Ninguno de nosotros sabía que la espera iba a prolongarse tanto. Llegamos a las 14.45. Solo a las 16.00 me pusieron un calmante, lidocaína.

Juan me había dado el consejo de que exagere en las expresiones de mi dolor para que me atendieran más rápido. Decidí no hacerlo porque vi que había personas con problemas más graves. Cuando me dolía lo manifestaba y era porque lo sentía de verdad.

Antes de atendernos, nos pidieron los documentos. Imagino que tienen que verificar si la empresa para la que trabajas está con los pagos al día. ¿Qué pasa si no? ¿No te atienden? No creo que puedan ser tan crueles.

A las 18.00 me indicaron que debía ir a Rayos X. Subimos a pie las gradas hasta allí. Tuve que mover mi brazo en distintas posiciones para que sacaran las imágenes que necesitaban para mi caso. Le va a doler, me dijo el doctor, pero tiene que verse bien el daño. Cada movimiento era como revivir el instante de la fractura. Horrible. Tuve que poner la palma extendida hacia abajo y de manera lateral. Dos radiografías. No sé qué tenía el equipo, pero no estaba funcionando bien. Repetí todo de nuevo. Todavía me acuerdo del comentario del doctor: ¡Uf, otra vez! Salió a traer algo así como una batería nueva. Esperamos un momento a que cargara. Es muy lamentable que no tengamos buenas máquinas o que estén envejecidas.

Después volví a bajar las gradas y a sentarme en ese pasillo que es el recibidor para acceder a las camillas de Emergencias. Un residente vio la radiografía y me dijo que tenía que internarme. Me había fracturado dos huesos, el cúbito y el radio izquierdos. Me informó que debía entrar a cirugía y que tenía que esperar, mientras tanto.

A las 19.00 fui a Yesos. Ahí, el especialista me pidió que moviera los brazos. Le va a doler, me dijo, pero debo enyesarle de manera que le duela menos. Va a ver, le voy a enyesar y le va a calmar el dolor, se lo prometo. Tal vez era su manera firme y calmada de hablar lo que me tranquilizó. Seguía hablándome: Me tiene que ayudar, por favor no grite porque me pongo nervioso, si usted me ayuda todo va a estar bien. Yo le hago caso, le dije, si me hablan de buenas y me explican claro que entiendo. Tenía que mover el brazo hacia abajo dejando el codo arriba. Me pidió que me quedara quieta en esa posición. Me dolía bastante todavía. Me puso unas vendas calientes. Ese calor, sumado al efecto del analgésico, me alivió mucho. Luego, armó bien el yeso en mi antebrazo. Le agradecí.

A las 21.00, enyesada, recién pude salir del pasillo y entré, por fin, a la sala donde están las camillas de espera de Emergencias. Encontré lugar en una silla. Ahí adentro no se puede tener el distanciamiento recomendado en esta época de pandemia. Hay bastante gente en el recibidor esperando entrar aquí y también hay bastante gente en esta sala de espera aguardando subir y el espacio es tan reducido en ambos ambientes que es imposible alejarse lo suficiente unos de otros. Me sacaron sangre para hacerme el examen previo a la operación. Un doctor me explicó que debía permanecer allí hasta que me hicieran la prueba de covid, recién entonces, con ese resultado, me subirían a piso. Mientras tanto, debía estar junto a los demás pacientes. Todos estábamos como sardinas. Había camillas hasta en el pasillo.

Continuará en el siguiente número.

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Eusebio Choque junto a algunas de sus obras en exposición

Imagen: Claudia Fernández Valdivia

La Paz / 27 de diciembre de 2021 / 08:52

Desde que empezó a pintar tuvo un objetivo: “Que primero conozcan las obras y luego al artista”, y eso sucedió. Cada vez que solicita un espacio para exponer sus cuadros, lo identifican rápidamente. “Es usted el de las espaldas”, le dicen refiriéndose a las pinturas de fondo oscuro y tejidos andinos de colores llamativos en personas sin rostros que se convirtieron en su característica, en su ajayu artístico que lo llevó, por ejemplo a inicios de diciembre, al Museo de Arte Internacional Sunshine en BeijingChina, donde expuso junto a Rina Mamani y Leo Calisaya, o muestras por Nueva York y Ecuador. Eusebio Choque Quispe es el artista que tiene una “mirada a lo nuestro”, el hombre “de las espaldas”, y quien encontró un impulso pandémico en los barbijos pintados a mano.

Los viajes para Eusebio (La Paz, 1962) comenzaron antes de convertirse en uno de los artistas bolivianos emblemáticos del arte contemporáneo. “Con mi papá siempre viajamos en camión a las provincias, íbamos a vender zapatos nuevos. Mi papá era zapatero y su mercado era en el área rural, y lo acompañaba porque yo era el hermano mayor o tal vez el preferido”, recuerda Choque.

Esos viajes por trabajo con papá habían trazado la línea artística más importante de Choque, aunque la descubriría varios años después. “Yo no necesito penetrar en el área rural, yo pertenezco al área rural, puedo saborear su riqueza. Y en esos viajes vi a mi gente y así nació la idea de poder retratarlos, pero lo que más me llamaba la atención eran sus vestimentas, sus tejidos. Con eso busqué un horizonte”.

Antes de llegar a la pintura, Eusebio Choque, cerca de cumplir 60 años, pensó en ser camionero, luego —y gracias a su habilidad con las matemáticas— ingresó a la Facultad de Ingeniería. Mientras estudiaba en la universidad, la crisis económica de 1982 obligó a su familia, compuesta por siete hermanos, padre zapatero y madre fabril, a separarse. “La hiperinflación de la UDP nos carcomió, nos marcó como familia y tuvimos que dispersarnos para de alguna forma sobrevivir”.

En esa búsqueda por la vida, llegó a una iglesia salesiana que ofrecía cursos gratuitos de sastrería, contabilidad, y donde escuchó la frase de una monja que cambió su rumbo. “Dibujas bien, lo que tienes dentro tuyo es arte. Eso deberías estudiar”.

Fue así que Choque, motivado, ingresó a la Academia de Bellas Artes en la ciudad de La Paz en 1984. “En las mañanas dictaba clases de matemáticas a los niños que iban a la iglesia y que no podían ir a la escuela, o para aquellos que necesitaban cursos de apoyo. Me pagaban por dictar clases, entonces me dio la opción de estudiar en la tarde y con el dinero me pagaba mis estudios”.

Cuando termina la especialidad en Escultura y el curso de Pintura Mural con el maestro Ponciano Cárdenas, enfrenta otra nueva y complicada etapa, que sus obras sean conocidas. “En la galerías no me daban espacio porque recién estaba empezando y por mi temática. Cuando me gradué de la Academia las monjitas me despidieron, me dijeron ‘ya tienes un arma, ahora dedícate a lo que has estudiado’, y comencé realizando murales en las iglesias sobre María Auxiliadora, Don Bosco; en fin, realizaba diferentes cuadros”.

Eusebio pasaba horas en su taller pintando bodegones con contrastes entre sombras y colores, trazó figuras hasta encontrarse con la “supremacía de su obra, los tejidos”, como Choque describe a su estilo. Esos tejidos que en el mundo andino son un lenguaje que distingue regiones, épocas, imaginarios, símbolos.

Toda esa fuerza busca reflejar en cada lienzo y artículo que vende en la galería Sumaya en la calle Linares, en La Paz. “Busqué distintos materiales para trabajar; el óleo me parecía muy pesado, tenía que sobreponer el color y la sombra, y se me ensuciaba. Luego trabaje con lápices de color, con bolígrafos, y preguntando llegue a los pasteles”, dice Choque. 

“Cuando hice la primera exposición de tejidos; de las 40 obras, 30 fueron vendidas y eso me motivó más. Entonces empecé a viajar más a Potosí, Cochabamba y Oruro para reencontrarme con la riqueza de los tejidos”.

En 2020, Eusebio descubrió junto a sus cómplices: sus cuatro hijos y Rosario Callisaya, su esposa y encargada de la tienda, un nuevo impulso para continuar en la pandemia, empezaron a diseñar y pintar barbijos. “Son pequeñas obras de arte que se llevan en el rostro y que enviamos a Europa para que se conozca la temática andina”.

Los barbijos pintados a mano mantienen la esencia de Choque y los detalles en la variedad de tejidos y sombreros que hay en Bolivia, desde chullus coloridos hasta borsalinos, pasando por las polleras y chaquetas.

“El horizonte está abierto, no sé si es por el constante trabajo que realicé, pero siento que fui un aporte a la sociedad para desempolvar nuestra cultura”, finaliza Choque.

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